Lo de hoy es un adelanto de una historia que estoy armando, y de la cual, Macarena, inspirada también en el potente sonido de un músico en quien se inspira, logró plasmar la siguiente entrega.
Esta pieza y las más nuevas también formarán parte de una nueva muestra que armaremos.
Mientras, seguimos promoviendo "Eco de dos Almas", por lo tanto, donde deseen invitarnos, no duden en contactarnos por acá y a la brevedad responderemos sus inquietudes.
Espero disfruten este, insisto, adelanto de una nueva historia, donde los giros y finales insospechados serán la tónica...
Como siempre les digo, comenten, difundan, disfruten...
Bendiciones
Pinhead y Macarena Marín
Fueron las risas lejanas las que me trajeron de vuelta a esa roca.
A lo lejos ellas reían y ellos trataban de conquistarlas. El terno juego del amor juvenil. Como el nuestro amorcito.
Yo seguía sentado en esa roca fría con tu cuerpo dormitando sobre mis piernas.
La piel de tus pezones se erizaba cada vez que el torrente frío subía.
Erizándose cada trozo de tus vellos, cuando mi lengua saboreaba tu cuello. Esa piel oscura, tersa.
Firme, tu cabello liso absoluto, denso, espeso, como las ramas que crecían en la orilla de ese río. Nuestro río.
Y tus manos hundidas en la misma sabia divina que se deslizaba desde lo más alto de esa montaña.
Tu piel hermosa. Oscura como la noche y firme como el acero, me daba tranquilidad.
Podía palpar la paz en tus delicados brazos. Viéndote dormir sobre mí, mientras el murmullo constante de los insectos iban armando nuestra propia sinfonía.
Era nuestra música, entonada por ellos.
-Te amo- balbuceaba con mi voz temerosa, y muy bajito, para que no despertaras. Mientras tus ojos no daban señales de despertar.
Olía cada trozo de tu cuerpo como un animal hambriento, acechando su presa.
Toqué tu sexo. No estaba húmedo. Tu respiración no se agitaba un instante.
Yo estaba excitado. Que duda cabía, serías mi mujer desde ese día. Como siempre lo soñé.
Tu cuerpo desnudo parecía guardar un silencio único. Un silencio que me hacía sentir solo. Pero en paz, porque te amaba. Eso tú lo sabías.
Insistía en besar cada trozo de tu piel, saborear tu cuerpo y hacerte el amor como siempre lo soñé.
Entraba de golpe y sólo sentía un leve quejido colarse por tu boca entre abierta.
Podía sentir en las venas la tibieza de tu cuerpo. No me mirabas, pero yo seguía entrando, empujándote, recorriéndote, saboreándote, amándote. Y podía ver una leve sonrisa en tu boca entreabierta.
Sabía que serías feliz conmigo. Te amaba. Siempre lo hice.
Mi lengua recorría tus pezones duros, tus vellos rizados y la desnudez me vestía.
Mientras el agua de nuestro histórico río seguía fluyendo entre mis pies y los tuyos.
Nada parecía enfriarnos.
Tomaba tus manos y las apretaba, mordía tu cuello, tiraba tu cabello con ira y un deseo incontrolable.
Eras mi mujer, al fin. Así sellamos nuestro pacto de siempre. Mi mujer para siempre.
Aún recuerdo aquella vez que te vi correr tranquila con tus amigas, por el campo. Y yo desde la distancia en silencio te contemplaba. Tú reías, eras libre. (continuará...)
César B. Fuenzalida (C)
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